jueves, 16 de enero de 2014

La Separación de Poderes

En su obra “Del Espíritu de las Leyes”, Montesquieu, en el libro XI, capítulo VI, “de la Constitución de Inglaterra”, hace alusión a lo que conocemos como uno de los pilares de la democracia: La Separación de Poderes. Y dice:
            “En cada Estado hay tres clases de poderes: El poder legislativo,  el poder ejecutivo de las cosas referidas al derecho de gentes, y el poder ejecutivo de las cosas que dependen del derecho civil.
            En virtud del primero, el príncipe o el jefe del Estado hace las leyes (…). Por el segundo, hace la paz o la guerra (…) Por el tercero, castiga los delitos y juzga las diferencias entre particulares. Se llama a éste último poder judicial, y al otro, poder ejecutivo del Estado”.
Continúa:
            “La libertad política de un ciudadano es la tranquilidad de espíritu que proviene de la confianza que tiene cada uno en su seguridad (…).
            Cuando el poder legislativo y el poder ejecutivo se reúnen en la misma persona o el mismo cuerpo, no hay libertad (…).
            No hay libertad, si el poder de juzgar no está bien deslindado del poder legislativo y del poder ejecutivo (…).”
Quiero aclarar aquí que por libertad, no debe entenderse el “no limits”. En una sociedad, cualquiera que esta sea siempre existirán límites. Límites, que vienen perfectamente definidos por las leyes. Así pues, libertad consistirá en poder ajustar los actos a todo aquello que la ley permita, y al mismo tiempo en no poder ser obligado a hacer algo que la misma ley no permite. No es mi deseo entrar aquí en consideraciones ius-filosóficas acerca del concepto “libertad”. Diré tan solo, que para aquellos que deseen esa libertad absoluta, tienen a su disposición aún a día de hoy miles de islas desiertas, en las que sin duda podrán sublimar su concepto. Pero no será así en ningún sistema social por “avanzado” que éste sea.
Y bien, puesto que el concepto libertad, está estrechamente vinculado al del Estado (viviendo en sociedad) y que es entonces exigible que para que ésta se de en grado máximo debe existir la separación de los poderes que componen el Estado, hacemos el terrible descubrimiento de que… ¡Oh, cielos. No somos libres!.
Veamos: Nuestro sistema de gobierno es la “Monarquía Parlamentaria”, y puesto que la monarquía en España no tiene más atribuciones que las de un bonito (y caro) florero, diré que nuestro sistema es “parlamentarista” o parlamentario.
En el sistema parlamentario, el poder ejecutivo se integra a dos niveles: con el jefe del Estado (función representativa) y con el consejo de ministros, que son los titulares del poder ejecutivo. El consejo, está integrado por miembros del parlamento y que pertenecen a su vez al partido mayoritario. De esto, extraemos dos conclusiones:
            a) Quienes integran el poder ejecutivo, (gobierno), son a la vez miembros del poder legislativo (parlamento). ¡Zas, la primera en la frente!, es obvio, que esto disminuye la separación de poderes.
            b) Quienes forman el gobierno (consejo de ministros) pertenecen al partido mayoritario del parlamento. ¡Zas, la segunda! Puesto que así, entre el ejecutivo y el legislativo, existe una “armónica” vinculación que permite a ambos poderes actuar de consenso.
Pero…, ¿qué ocurriría si nuestro sistema fuese “Presidencialista”, es decir, si fuésemos una república a la manera de Francia o Alemania?. Ya lo fuimos y….
Pero, sigamos con el supuesto.
En el sistema presidencial la titularidad del poder ejecutivo, corresponde al presidente de la república, quien es a la vez jefe del Estado y jefe del gobierno. Ni el presidente, ni los miembros de su gabinete (recordemos que los miembros del gabinete que aquí llamamos ministros, ahí son secretarios que colaboran en las tareas de gobierno) pertenecen al poder legislativo. Y claro, visto así, podríamos decir: “¡éste es el sistema que queremos!”. ¡Viva la república!, puesto que la separación de los poderes ejecutivo y legislativo es completa.
 Pues… no. Y…¡Zas, van tres!. Resulta, que gracias a la relación existente entre el partido mayoritario en el parlamento, y el partido del presidente (que suele ser el mismo), la separación de `poderes se diluye en “los intereses de partido”.
Llegados a este punto, tal vez  al lector, al igual que a mí, nos asalte la duda de ¿qué hacer, cortarnos las venas, o… dejárnoslas crecer?. No desesperemos. Aún queda esperanza, y su “luz” la encontramos ¡cómo no!, en EE.UU (tan admirados como denostados). Aquí, en Estados Unidos, se da la separación de poderes en su forma más extrema. Y… ¿porqué es así?, pues porque emana de la misma constitución del país, y de la composición de sus partidos políticos. A saber dos. El Partido Demócrata, y el Partido Republicano.
Aquí, es frecuente, que el presidente pertenezca a un partido distinto del que ostenta la mayoría en las dos cámaras del congreso o en una de ellas. Pero, y esta es la curiosidad, el Partido Demócrata, está compuesto por dos facciones muy distintas entre si: el “grupo democrático sureño, de tendencia fuertemente conservadora, y el grupo democrático liberal de tendencia progresista. (La política, hace extraños compañeros de “cama”). Y, para más INRI, ocurre con más frecuencia de la deseada, que el bloque sureño en ambas cámaras sigue en el voto al partido Republicano (que es el conservador sin máscara). Y, suele darse el caso, de que aún perteneciendo el presidente al mismo partido que ostenta la mayoría en las cámaras, éstas, voten en contra de las propuestas presidenciales dependiendo o no de su contenido político. Recuérdese lo ocurrido recientemente con los presupuestos.
¿Lo veis? ¡Hay solución!.
Pues… no. Y…, ¡Zas, van cuatro!. Para evitar tentaciones futuras, como la de por ejemplo asemejar nuestra Constitución a la estadounidense, los “padres” de nuestra Constitución, los “próceres” de la patria, entre los que se encuentran cerebros de la “talla” de Santiago Carrillo, o Roca Junyent (abogado de la Infanta), la blindaron de tal modo, que nadie se atreve a reformarla. Ni siquiera a planteárselo en serio, como ya creo haber dicho en algún otro escrito en el que exponía los problemas que presenta  el tema de la reforma constitucional.
Habiendo repasado “grosso modo” los sistemas políticos circundantes y viendo que salvo alguna honrosa excepción no deja de ser una más de las muchas utopías a que los humanos recurrimos, nos queda por ver, ¿Cuál puede ser la solución a la situación que padecemos? Sin  olvidar que nosotros hemos fomentado con nuestra pasividad.
Parece ser que lo que en verdad queremos, más que una separación de poderes de facto, es una justicia efectiva. Es que los jueces, aquellos que aplican las leyes, actúen no al dictado de los partidos, las ideologías, o los intereses, sino al amparo de sus conciencias y del espíritu de la Justicia.
No podremos evitar que los políticos sigan nombrando a los jueces, ni las injerencias de los mismos en la administración de la justicia. Tampoco podremos evitar, que éstos actúen movidos por una cierta simpatía o antipatía hacia aquellos que los designaron o no. Son humanos.
En España, el Consejo General del Poder Judicial, órgano rector de la magistratura, se compone de veinte miembros, además del presidente del Tribunal Supremo. Estos veinte miembros, son nombrados por el Rey y por un periodo de cinco años. De ellos, doce son elegidos de entre todas las categorías judiciales. Cuatro, son designados a propuesta del Congreso, y los cuatro estantes a propuesta del Senado, y ya hemos visto en que condiciones se toman las decisiones en el congreso. Ni que decir tiene, que siempre serán elegidos aquellos que se consideren más afines a la ideología mayoritaria.
Pero…, la esperanza, no debe perderse. Lo primero que hemos de hacer, es “estudiar” las leyes. Si lo hacemos, veremos que por ejemplo el juez Pedráz (tan criticado últimamente), no hizo sino aplicar la ley. Ninguna ley prohíbe que sesenta y tres terroristas, atracadores, o violadores una vez cumplidas sus condenas, y por tanto que han “pagado” su deuda con arreglo a la ley vigente se reúnan. La justicia, sí puede actuar cuando se constata que en esa reunión se está conspirando para transgredir la ley, (delito consumado). También veremos, que la llamada Doctrina Parot, fue una chapuza más de las tantas a que nuestros políticos nos tienen acostumbrados, y me remito a mi artículo precedente publicado en este mismo blog titulado: “Principio de Legalidad V Doctrina Parot”.
Hecho esto, (conocer nuestras leyes), y respetándolas mientras estén vigentes, habremos de presionar a los políticos para que se elaboren otras más justas a nuestro entender, a través de la creación de grupos de presión destinados a controlar al poder..
Solo hay dos formas posibles de cambiar las reglas del juego en nuestro país:
1ª) Constituir un partido político con todas sus consecuencias, integrado por personas cuyo objetivo vaya más allá de la ideología o el interés particular. Conservadores, progresistas, moderados, pero con sentido de Estado, patriotas, y cuyo “telos” sea la Nación. Si un partido tal llega al poder podrá cambiar las reglas, podrá por fin, redactar una constitución adaptada al siglo XXI y para eso, deberá contar con el apoyo de la mayoría de la sociedad a fin de tener la mayoría en las cámaras. Y…, aquí es donde me da la risa.
2ª) La revolución. Pensemos en su coste.
Conclusión: La Teoría de la Separación de Poderes atribuida a Montesquieu, y que este desarrolló inspirándose en la obra de Locke, es eso, teoría, Si se lee detenidamente su obra, se comprende que ni el mismo estaba convencido de que pudiese ser llevada en grado absoluto a la práctica.
Conociendo al género humano (al cual me honra pertenecer), capaz de amar la música de Wagner o Beethoven y defender al mismo tiempo el “Holocausto Judío”, cualquier idílica bondad política que lleguemos a desarrollar, no pasará de ser una teoría.
Hemos de cambiar nosotros individualmente, uno a uno, antes de cambiar la sociedad. Ya los antiguos griegos, nos dieron la clave para un mundo “feliz”: “Conócete a ti mismo”, la frase que rezaba en a la entrada del Oráculo de Delfos, porque solo a través del propio conocimiento llegaremos a, si no desterrar, si al menos controlar las pasiones que nos consumen, y es por mor de este control, como lograremos la armonía que nos permita ver en nuestro vecino no un posible rival, sino un potencial amigo.
¡Cambiemos pues las leyes, cambiemos a nuestros políticos, a los jueces! ¡Cambiémoslo todo! Y edifiquemos algo nuevo y vibrante, pero si el cambio no comienza por nosotros, los cimientos de ese nuevo edificio no aguantarán el peso de la obra.

Acabaré citando a Montesquieu: “Cuando cesa la virtud, la ambición entra en los corazones que pueden recibirla, y la avaricia, en todos (…), los hombres eran libres con las leyes, y ahora quieren serlo contra ellas.

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