En su obra “Del Espíritu de las Leyes”,
Montesquieu, en el libro XI, capítulo VI, “de la Constitución de Inglaterra”,
hace alusión a lo que conocemos como uno de los pilares de la democracia: La
Separación de Poderes. Y dice:
“En cada Estado hay tres clases de poderes:
El poder legislativo, el poder ejecutivo
de las cosas referidas al derecho de gentes, y el poder ejecutivo de las cosas
que dependen del derecho civil.
En virtud del primero, el príncipe o
el jefe del Estado hace las leyes (…). Por el segundo, hace la paz o la guerra
(…) Por el tercero, castiga los delitos y juzga las diferencias entre
particulares. Se llama a éste último poder judicial, y al otro, poder ejecutivo
del Estado”.
Continúa:
“La libertad política de un ciudadano es la
tranquilidad de espíritu que proviene de la confianza que tiene cada uno en su
seguridad (…).
Cuando el poder legislativo y el
poder ejecutivo se reúnen en la misma persona o el mismo cuerpo, no hay
libertad (…).
No hay libertad, si el poder de
juzgar no está bien deslindado del poder legislativo y del poder ejecutivo
(…).”
Quiero aclarar aquí que por libertad, no debe
entenderse el “no limits”. En una sociedad, cualquiera que esta sea siempre
existirán límites. Límites, que vienen perfectamente definidos por las leyes.
Así pues, libertad consistirá en poder ajustar los actos a todo aquello que la
ley permita, y al mismo tiempo en no poder ser obligado a hacer algo que la
misma ley no permite. No es mi deseo entrar aquí en consideraciones
ius-filosóficas acerca del concepto “libertad”. Diré tan solo, que para
aquellos que deseen esa libertad absoluta, tienen a su disposición aún a día de
hoy miles de islas desiertas, en las que sin duda podrán sublimar su concepto.
Pero no será así en ningún sistema social por “avanzado” que éste sea.
Y bien, puesto que el concepto libertad, está
estrechamente vinculado al del Estado (viviendo en sociedad) y que es entonces
exigible que para que ésta se de en grado máximo debe existir la separación de
los poderes que componen el Estado, hacemos el terrible descubrimiento de que…
¡Oh, cielos. No somos libres!.
Veamos: Nuestro sistema de gobierno es la “Monarquía Parlamentaria”, y puesto que
la monarquía en España no tiene más atribuciones que las de un bonito (y caro)
florero, diré que nuestro sistema es “parlamentarista” o parlamentario.
En el sistema parlamentario, el poder ejecutivo se
integra a dos niveles: con el jefe del Estado (función representativa) y con el
consejo de ministros, que son los titulares del poder ejecutivo. El consejo,
está integrado por miembros del parlamento y que pertenecen a su vez al partido
mayoritario. De esto, extraemos dos conclusiones:
a)
Quienes integran el poder ejecutivo, (gobierno), son a la vez miembros del
poder legislativo (parlamento). ¡Zas, la primera en la frente!, es obvio, que
esto disminuye la separación de poderes.
b)
Quienes forman el gobierno (consejo de ministros) pertenecen al partido
mayoritario del parlamento. ¡Zas, la segunda! Puesto que así, entre el
ejecutivo y el legislativo, existe una “armónica” vinculación que permite a
ambos poderes actuar de consenso.
Pero…, ¿qué ocurriría si nuestro sistema fuese
“Presidencialista”, es decir, si fuésemos una república a la manera de Francia
o Alemania?. Ya lo fuimos y….
Pero, sigamos con el supuesto.
En el sistema presidencial la titularidad del poder
ejecutivo, corresponde al presidente de la república, quien es a la vez jefe
del Estado y jefe del gobierno. Ni el presidente, ni los miembros de su
gabinete (recordemos que los miembros del gabinete que aquí llamamos ministros,
ahí son secretarios que colaboran en las tareas de gobierno) pertenecen al
poder legislativo. Y claro, visto así, podríamos decir: “¡éste es el sistema
que queremos!”. ¡Viva la república!, puesto que la separación de los poderes
ejecutivo y legislativo es completa.
Pues… no.
Y…¡Zas, van tres!. Resulta, que gracias a la relación existente entre el
partido mayoritario en el parlamento, y el partido del presidente (que suele
ser el mismo), la separación de `poderes se diluye en “los intereses de
partido”.
Llegados a este punto, tal vez al lector, al igual que a mí, nos asalte la
duda de ¿qué hacer, cortarnos las venas, o… dejárnoslas crecer?. No
desesperemos. Aún queda esperanza, y su “luz” la encontramos ¡cómo no!, en
EE.UU (tan admirados como denostados). Aquí, en Estados Unidos, se da la
separación de poderes en su forma más extrema. Y… ¿porqué es así?, pues porque
emana de la misma constitución del país, y de la composición de sus partidos
políticos. A saber dos. El Partido Demócrata, y el Partido Republicano.
Aquí, es frecuente, que el presidente pertenezca a
un partido distinto del que ostenta la mayoría en las dos cámaras del congreso
o en una de ellas. Pero, y esta es la curiosidad, el Partido Demócrata, está
compuesto por dos facciones muy distintas entre si: el “grupo democrático
sureño, de tendencia fuertemente conservadora, y el grupo democrático liberal
de tendencia progresista. (La política, hace extraños compañeros de “cama”). Y,
para más INRI, ocurre con más frecuencia de la deseada, que el bloque sureño en
ambas cámaras sigue en el voto al partido Republicano (que es el conservador
sin máscara). Y, suele darse el caso, de que aún perteneciendo el presidente al
mismo partido que ostenta la mayoría en las cámaras, éstas, voten en contra de
las propuestas presidenciales dependiendo o no de su contenido político.
Recuérdese lo ocurrido recientemente con los presupuestos.
¿Lo veis? ¡Hay solución!.
Pues… no. Y…, ¡Zas, van cuatro!. Para evitar
tentaciones futuras, como la de por ejemplo asemejar nuestra Constitución a la
estadounidense, los “padres” de nuestra Constitución, los “próceres” de la
patria, entre los que se encuentran cerebros de la “talla” de Santiago
Carrillo, o Roca Junyent (abogado de la Infanta), la blindaron de tal modo, que
nadie se atreve a reformarla. Ni siquiera a planteárselo en serio, como ya creo
haber dicho en algún otro escrito en el que exponía los problemas que
presenta el tema de la reforma
constitucional.
Habiendo repasado “grosso modo” los sistemas
políticos circundantes y viendo que salvo alguna honrosa excepción no deja de
ser una más de las muchas utopías a que los humanos recurrimos, nos queda por
ver, ¿Cuál puede ser la solución a la situación que padecemos? Sin olvidar que nosotros hemos fomentado con
nuestra pasividad.
Parece ser que lo que en verdad queremos, más que
una separación de poderes de facto, es una justicia efectiva. Es que los
jueces, aquellos que aplican las leyes, actúen no al dictado de los partidos,
las ideologías, o los intereses, sino al amparo de sus conciencias y del
espíritu de la Justicia.
No podremos evitar que los políticos sigan
nombrando a los jueces, ni las injerencias de los mismos en la administración
de la justicia. Tampoco podremos evitar, que éstos actúen movidos por una
cierta simpatía o antipatía hacia aquellos que los designaron o no. Son
humanos.
En España, el Consejo General del Poder Judicial,
órgano rector de la magistratura, se compone de veinte miembros, además del
presidente del Tribunal Supremo. Estos veinte miembros, son nombrados por el
Rey y por un periodo de cinco años. De ellos, doce son elegidos de entre todas
las categorías judiciales. Cuatro, son designados a propuesta del Congreso, y
los cuatro estantes a propuesta del Senado, y ya hemos visto en que condiciones
se toman las decisiones en el congreso. Ni que decir tiene, que siempre serán
elegidos aquellos que se consideren más afines a la ideología mayoritaria.
Pero…, la esperanza, no debe perderse. Lo primero
que hemos de hacer, es “estudiar” las leyes. Si lo hacemos, veremos que por
ejemplo el juez Pedráz (tan criticado últimamente), no hizo sino aplicar la
ley. Ninguna ley prohíbe que sesenta y tres terroristas, atracadores, o
violadores una vez cumplidas sus condenas, y por tanto que han “pagado” su
deuda con arreglo a la ley vigente se reúnan. La justicia, sí puede actuar
cuando se constata que en esa reunión se está conspirando para transgredir la
ley, (delito consumado). También veremos, que la llamada Doctrina Parot, fue
una chapuza más de las tantas a que nuestros políticos nos tienen
acostumbrados, y me remito a mi artículo precedente publicado en este mismo
blog titulado: “Principio de Legalidad V Doctrina Parot”.
Hecho esto, (conocer nuestras leyes), y
respetándolas mientras estén vigentes, habremos de presionar a los políticos
para que se elaboren otras más justas a nuestro entender, a través de la
creación de grupos de presión destinados a controlar al poder..
Solo hay dos formas posibles de cambiar las reglas
del juego en nuestro país:
1ª) Constituir un partido político con todas sus
consecuencias, integrado por personas cuyo objetivo vaya más allá de la
ideología o el interés particular. Conservadores, progresistas, moderados, pero
con sentido de Estado, patriotas, y cuyo “telos” sea la Nación. Si un partido tal
llega al poder podrá cambiar las reglas, podrá por fin, redactar una
constitución adaptada al siglo XXI y para eso, deberá contar con el apoyo de la
mayoría de la sociedad a fin de tener la mayoría en las cámaras. Y…, aquí es
donde me da la risa.
2ª) La revolución. Pensemos en su coste.
Conclusión: La Teoría de la Separación de Poderes atribuida
a Montesquieu, y que este desarrolló inspirándose en la obra de Locke, es eso,
teoría, Si se lee detenidamente su obra, se comprende que ni el mismo estaba
convencido de que pudiese ser llevada en grado absoluto a la práctica.
Conociendo al género humano (al cual me honra
pertenecer), capaz de amar la música de Wagner o Beethoven y defender al mismo
tiempo el “Holocausto Judío”, cualquier idílica bondad política que lleguemos a
desarrollar, no pasará de ser una teoría.
Hemos de cambiar nosotros individualmente, uno a
uno, antes de cambiar la sociedad. Ya los antiguos griegos, nos dieron la clave
para un mundo “feliz”: “Conócete a ti mismo”, la frase que rezaba en a la
entrada del Oráculo de Delfos, porque solo a través del propio conocimiento
llegaremos a, si no desterrar, si al menos controlar las pasiones que nos
consumen, y es por mor de este control, como lograremos la armonía que nos
permita ver en nuestro vecino no un posible rival, sino un potencial amigo.
¡Cambiemos pues las leyes, cambiemos a nuestros
políticos, a los jueces! ¡Cambiémoslo todo! Y edifiquemos algo nuevo y
vibrante, pero si el cambio no comienza por nosotros, los cimientos de ese
nuevo edificio no aguantarán el peso de la obra.
Acabaré citando a Montesquieu: “Cuando cesa la virtud, la ambición entra en
los corazones que pueden recibirla, y la avaricia, en todos (…), los hombres
eran libres con las leyes, y ahora quieren serlo contra ellas.